El instante preciso


Mateo se acercó a la casa con el artefacto en el bolsillo. Por la ventana
del frente observó a la pareja discutir como ocurría casi todas las tardes desde
hacía un mes. Un largo mes de deliberaciones y debates, a veces subidos de
tono. Pero, aunque lo que los tres iban a perder era inmenso como la vida, la
decisión estaba tomada.
Sin embargo, hoy la mujer lloraba. Eso era nuevo y Mateo vaciló. Evaluó
la posibilidad de entrar por el fondo, para que no lo vieran, y encender la
máquina en una de las habitaciones traseras. En cualquier sitio de la vivienda
donde funcionara sería igual de efectiva. Decidió que no era necesario. La
solución que llevaba en su bolsillo era la única posible, la única totalmente
segura, y sus compañeros del laboratorio lo sabían.
Tocó el timbre. Abrió la mujer. Aunque sus ojos, brillantes de lágrimas,
miraron a Mateo con una mezcla de odio y resignación, se hizo a un lado para
dejarlo pasar. Él entró sin decir nada y fue hasta el living comedor, donde
estaba el marido. Se saludaron con un leve gesto. Mateo colocó el artefacto en
el centro de la mesa. La mujer cerró la puerta con suavidad y volvió al lado de
su esposo. Le tomó la mano. Los tres esperaron. Todo tenía que ser hecho en
el instante preciso.
Cuando la claridad de la tarde dio paso a la penumbra del anochecer,
Mateo presionó el botón. Aún tuvieron tiempo de mirarse, sabiendo que cada
uno reconocía a los otros dos por última vez.
Una luz rosada brotó de la minúscula máquina e invadió la casa. Cuando
se apagó los tres científicos seguían vivos, pero eran seres sin memoria, sin
amores, sin historias. Y habían desaparecido, de ese trío de mentes que los
habían creado, los planos para fabricar el arma que podría destruir a la
Humanidad.





Autora: Gisela Lupiañez

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